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Igor Calzada: «La economía colaborativa era una promesa que se ha desvirtualizado en manos de las grandes corporaciones»

Os traemos a nuestra web una entrevista con Igor Calzada, investigador en la Universidad de Cardiff y el Wales Institute of Social and Economic Research and Data (WISERD) e investigador sénior asociado en la Universidad de Oxford especializado en transformaciones urbanas, gobernanza de las ciudades y derechos digitales. Esta entrevista se ha publicado originalmente en la web de la Universitat Oberta de Catalunya.

 

Igor Calzada es investigador en la Universidad de Cardiff y el Wales Institute of Social and Economic Research and Data (WISERD), financiado por el Consejo de Investigación Económica y Social (ESRC, por la sigla en inglés); investigador sénior asociado en la Universidad de Oxford, y asesor sénior en transformación digital en áreas urbanas para el programa Ciudades inteligentes centradas en las personas de ONU Habitat. Está especializado en transformaciones urbanas, gobernanza de las ciudades y derechos digitales y acaba de publicar el libro Smart City Citizenship, en el que reflexiona sobre cómo las nuevas tecnologías y la hiperconectividad digital hacia la que transitan las ciudades condicionan los derechos, la privacidad y, en definitiva, el día a día de las personas que viven allí. Calzada ha sido uno de los ponentes de la 7.ª edición del International Workshop on the Sharing Economy, organizada del 24 al 26 de febrero por los Estudios de Economía y Empresa de la UOC.

Usted explica que las ciudades son un escenario cada vez más hiperconectado y que esta conexión no siempre se hace respetando los derechos de los ciudadanos. ¿Quién se beneficia de esta hiperconectividad y qué gana?

En las ciudades pos-COVID-19 se están produciendo, de forma absolutamente invisible para el escrutinio público, una serie de cambios en los procesos logísticos globales que afectan al modo de vivir de los ciudadanos. Y, aquí, la hiperconectividad tiene un papel muy pernicioso, si no se observan atentamente las consecuencias sociales para la ciudadanía.

Está claro que quien gana con esta hiperconectividad, que viene acompañada de una transparencia nula, es la mano invisible del mercado. Vivimos en una caja negra en la que nadie es capaz de explicarnos qué ocurre. Lo vemos cuándo compramos online, hablamos en la red e interactuamos con otros. Y adaptar estas cadenas logísticas a escala local podría ser la solución, siempre que se tenga capacidad técnica y poder político para hacerlo. Por ahora, no tenemos ninguno de los dos. Y, por eso, tal como se indica en mi nuevo libro, Smart City Citizenship, lo primero que hay que empezar a hacer es construir ecosistemas de datos a escala local y regional, con un alto nivel de soberanía del dato para el ciudadano. Solo así será posible proteger a los ciudadanos «pandémicos».

¿Hay espacio en la sociedad pospandémica para la privacidad?

Estamos viviendo una paradoja que, desde hace tiempo, en la Universidad de Oxford llamamos ‘unplugging’, es decir, desconexión digital inteligente. ¿Quién puede vivir relativamente desconectado en la sociedad hiperconectada y pospandémica? En un extremo hay unos pocos privilegiados que no es necesario que pongan en riesgo su privacidad. Y en el otro extremo, menos inclusivo, están los colectivos más vulnerables que no tienen ni acceso a la conectividad. La privacidad se convertirá en un elemento muy dependiente de cuestiones personales de cada ciudadano, tales como dónde reside, qué rutinas tiene, o qué necesidades u obligaciones tiene de compartir datos propios.

¿Es inevitable perder esta privacidad?

Es evidente que vamos a pagar por nuestra privacidad en mayor o menor grado. Para mí, en este contexto, la pregunta es: ¿cómo podemos recuperar la libertad civil y los derechos digitales que estamos perdiendo cada día que pasa? Cuando los gobiernos solicitan pruebas PCR —que son necesarias y se deberían hacer de manera gratuita y no como mecanismo especulativo que paga quien se lo puede permitir—, los proveedores homologados de manera masiva recopilan unos datos biométricos que inician una larga cadena que puede terminar en la usurpación de nuestra privacidad.

¿Y si la vacuna fuera un bien común y la vigilancia de sus variantes estuviera democratizada por hubs interconectados globales? Probablemente, las cooperativas de datos y de plataforma son lo que necesitamos para mutualizar nuestros datos voluntariamente. Si bien la economía colaborativa era una promesa que se ha desvirtualizado por completo en manos de las grandes corporaciones, la era pos-COVID-19 puede ofrecer maneras de practicar la donación y el altruismo de datos. Desde la mirada más distópica, la COVID-19 es el motivo perfecto para que los ciudadanos no tengan ninguna alternativa. Sin embargo, pienso que tenemos que construir alternativas sobre la base de la propiedad de los datos y los derechos digitales, y no de la privacidad en sí misma. Esta batalla ya la hemos perdido; hay que ir un paso más allá.

¿Somos conscientes de esta pérdida de privacidad?

No, no somos conscientes de lo que pasa a nuestro alrededor. Esto es, para mí, lo más grave. El ciudadano pandémico es un ciudadano que ahora, en cualquier circunstancia, está en fase de supervivencia y resiliencia. El ciudadano pandémico ‘exhibe’ por necesidad; lo que hacen las herramientas digitales es incorporar el componente adictivo. Tenemos una mezcla explosiva que aumenta a medida que también crecen las restricciones y que las libertades y los derechos se restringen. Ya vivimos en burbujas digitales y vivenciales.

Las restricciones a la movilidad para contener la pandemia han obligado a abandonar o hacer un uso más limitado del espacio público. ¿Esto puede frenar la hiperconectividad en la vía pública?

La hiperconectividad irá a más, y las restricciones a la movilidad y el uso más limitado del espacio público lo único que harán es acelerar aún más la hiperconectividad. Pedimos que se tenga en cuenta el espacio público, pero, por otro lado, seguimos actuando con poca cautela en esos espacios. Es pronto para decirlo, pero me parece que vamos hacia otro tipo de sociabilidad en la que seguramente seremos más dependientes del espacio público. Más bien, veo un espacio público dividido en burbujas vivenciales y digitales. Y daremos mucho valor al contacto, porque será un recurso muy escaso en nuestra vida social como ciudadanos. Hemos de empatizar, es de vital importancia para evitar que las burbujas provoquen una fractura en la sociabilidad de los ciudadanos. Las preguntas que yo me haría son: ¿cómo recuperamos este capital social?, ¿cómo recuperamos la confianza?

¿La pandemia puede convertirse en una especie de terapia de choque para normalizar ciertos mecanismos de control?

Ya lo es, lo ha sido desde el primer momento. Ahora estamos muy ocupados con la vacuna y con cuándo podremos coger un avión o movernos. Es una terapia de choque y, además, también hay una corriente negacionista que está absolutamente fuera de la realidad social y que recrea su paranoia de ‘normalidad’. Tecnopolíticamente hablando, estamos en un momento en el que necesitamos volver al valor de la ciudadanía: tenemos una responsabilidad social en un escenario en que la salvación particular e individual parecen empoderarse. Y esto implica un comportamiento que tenga en cuenta a los demás. Nos salvamos si también salvamos a los demás. La distancia se podrá consolidar, y nos provocará una experiencia nueva, tal vez desconocida, en la que la proximidad y la distancia se miden de otra manera. Quizá estábamos más alejados cuando nos abrazábamos que ahora que somos más conscientes de lo que nos jugamos.

Con el auge del teletrabajo, ¿la recopilación de datos de forma masiva se ha concentrado en los domicilios?

Como auguró Javier Echeverría, somos cosmopolitas domésticos. Ahora, en esta fase, somos cosmopolitas domésticos hiperconectados en nuestra soledad forzada. El teletrabajo es la manera de contención más evidente de la pandemia, pero a la vez conlleva numerosas disfunciones. Nunca habíamos sido tan altamente dependientes de una red wifi doméstica como ahora. De navegar y consumir en línea. De comunicarnos con personas que no hemos visto en días o quizá incluso meses. Todo esto es una fuente de vigilancia capitalista sin precedentes, tal como afirmaba, ya hace tiempo, Shoshana Zuboff. Y, en efecto, los domicilios se han convertido en los lugares donde el hecho de enseñar una estantería de libros de fondo da un cierto grado de estatus, pero también aumenta nuestra vulnerabilidad y, por tanto, reduce la protección personal y emocional. Estamos vaciando los domicilios de privacidad a costa de exhibir por las ventanas digitales volúmenes ingentes de datos y de información personal.

¿Piensa que las empresas están comprometidas con respetar los derechos de desconexión digital?

La desconexión digital inteligente será una necesidad tan importante como el derecho de preservar la privacidad en línea. Me temo que la lógica extractiva de empresas como Google, Amazon, Facebook o Apple no se detendrá. A escala global, es tan fuerte el motor económico que generan estas empresas que es muy difícil garantizar nuestros derechos más allá de las directivas europeas. La respuesta debe organizarse desde la escala local y regional hacia arriba, esto es evidente. Vemos algunas iniciativas en esta dirección, como las cooperativas de datos y de plataforma, aunque hoy por hoy son bastante marginales y tienen una masa crítica débil, ya que las cooperativas son muy atractivas pero sus modelos organizativos y de propiedad no son simples.

¿Hay algún modo de invertir este proceso de pérdida de derechos?

La Coalición de Ciudades por los Derechos Digitales comparte experiencias a escala internacional entre ciudades sobre cómo se puede responder a esta pandemia utilizando las transformaciones digitales, pero sin que ello nos lleve a un deterioro y a una pérdida irreversible de los derechos digitales. No deberíamos ver la pandemia como un hecho coyuntural, sino como un fenómeno que ya altera nuestra manera de vivir e, incluso, nuestra manera de comportarnos socialmente como humanos. Los derechos digitales y la manera en la que utilizamos la tecnología deberían ir evolucionando también gradualmente hacia modelos más inclusivos. Si bien la inercia es muy fuerte y poderosa, debe haber una respuesta conjunta y resiliente desde el liderazgo público e innovador, una sociedad civil alerta y empresas socialmente responsables.


Esta entrevista está publicada originalmente en la web de la Universitat Oberta de Catalunya.

Autor: Gabriel Ubieto. Foto: UOC.


 

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